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Nos proponemos en este breve escrito explicitar algunos valores y virtudes para que el trato
de la persona menor sea bueno en el s. XXI, dados los conocimientos de que disponemos y los
deberes que nos imponemos. El cambio de nombres (de menor a persona), el énfasis en la vulne-
rabilidad, la dependencia y el cuidado (frente a la mera autonomía, independencia y la justicia),
van a ser las principales líneas argumentales. En este nuevo siglo son muchas las evidencias de que
disponemos sobre lo trascendental que son los cuidados pediátricos, la educación, la igualdad de
oportunidades, etc. en la infancia y adolescencia; ese período del desarrollo influye muchísimo
en la calidad de la vida de cada persona. Sabiéndolo, es imperdonable condenar a su suerte a las
personas menores: tenemos que responder por las próximas generaciones, y es deber de gratitud
hacia las que nos precedieron.
Las palabras, los protagonistas y las circunstancias
Es usual hablar de las personas menores aludiendo solo al adjetivo, así se pone de relieve, por
ejemplo, en la típica expresión jurídica “interés superior del
menor
”. La cuestión no es baladí,
porque el adjetivo alude únicamente a una característica de algo más esencial, más permanente,
como es la substancia a la que dicho adjetivo especifica o explica. Pero siempre es persona, la
característica de menor añade la edad, algo transitorio pero trascendental. Que el menor sea ante
todo persona significa que, más allá de objeto de intervención, es sujeto de atención y derechos;
es porque todavía no ha desarrollado capacidades, porque tiene poca experiencia, que merece
mayor atención y cuidado.
Con Kant asumimos que las cosas tienen precio y las personas dignidad. Intuitivamente
asumimos como parte de nuestra autocomprensión que merecemos un respeto absoluto por
ser fines en sí mismos, nunca reductibles al valor instrumental o de intercambio (Kant, 2012).
Ahora bien, más allá de Kant, la dignidad hoy no lo es por la autonomía ejercida sino por el
valor intrínseco que supone la posibilidad de desarrollar esa autonomía, algo que la persona
menor no puede hacer sola. Es tarea de los profesionales que intervienen en el crecimiento
saludable de la persona menor que ésta sea bien cuidada y atendida y pueda forjar y hacer oír
su propia voz (Gilligan, 2013).
Precisamente porque somos historia y la hacemos, la visión de la persona menor no siempre
ha sido igual ni universal. Con el precedente de la Convención de 1959, tuvimos que esperar a
1989 para que la Convención de Naciones Unidas proclamara la de los derechos del niño. De ser
prole para el proletariado y tener que satisfacer la necesidad de mano de obra o cuidado de los
que dejaban de ser productivos, en el s. XX, y gracias a las técnicas anticonceptivas y a las mejoras
económicas, pasan a ser objetos de deseo. En el s. XXI las técnicas de reproducción asistida, los
diagnósticos y test genéticos, etc. permiten tomar decisiones sobre cómo queremos que sean
nuestros descendientes. Y en ese tan gran deseo de sus progenitores algunos niños también
encuentran su calvario.
En efecto, a las tradicionales formas de vulnerabilidad inherentes a la edad, se añaden otras
nuevas. Así se constata en el aumento de trastornos mentales en la infancia y la adolescencia en
países bien estables; por no decir los traumas inmensos que generamos en niños que nacen y viven
en el miedo de la violencia estructural (de todo tipo). El uso de las nuevas tecnologías, cada vez
más precoz y universalmente, les expone a riesgos desconocidos y a la constatación de que en la
aldea global los derechos de los niños sufren de fragantes agravios comparativos. Así comienzan
a constatar su buena o mala suerte según las circunstancias que literalmente los rodean.
La persona menor en el siglo XXI:
Reflexiones desde la ética
Begoña Román M.
CAPÍTULO 1